Antonio Lanceta era un hombre moreno, menudo, flamenco y elegante. Me incorporé al instituto de San Fernando en 1979. El primer recuerdo que tengo de él era verle sentado en el suelo, recostado sobre la pared, en las escalinatas del acceso principal. Allí dejaba pasar el tiempo en compañía de un par de colegas, o tres o cuatro, indolentemente, a contracorriente del resto. Un día aparecieron sobre el pavimento del rellano de la puerta unas enormes pintadas que causaron sensación. Antes de cruzar el umbral había que pasar sobre el grafitti de un inmenso capullo de trazo rosa. Ocupaba la escena central y se representaba enmarcado por una corona de laurel, creo recordar que rosa también. Flanqueándolo dibujaron dos cojones, derecho e izquierdo, laureados por la parte diestra y su opuesta según correspondía a la composición. No eran nabos vulgares, soeces, éste no era el caso. El color dignificaba el concepto y el dibujo bien proporcionado respondía al pulso firme de una mano experta. Tamaña osadía produjo reacciones de todo tipo y, naturalmente, esa debió de ser la intención del pintor. El autor debió madrugar mucho o acostarse tarde porque el instituto funcionaba todo el día incluyendo el turno nocturno. Siempre pensé que la provocación vino de él, de Lanceta. No nos conocíamos entonces, creo que mientras dejaba transcurrir las horas de clase observaba con desidia de artista a quienes entrabamos y salíamos. Más que egolatría o vanidad en la respuesta de su mirada se apreciaba socarronería, y la chispa del sentido del humor de un individuo inteligente.
Volví
a coincidir con él en Sevilla., entonces ya tuvimos trato directo. Me hablaba
de su profesor en la facultad de Bellas Artes repitiendo sus palabras: “Antonio no me hagas expresionismo”.
Porque Lanceta se expresaba, con su físico, con sus maneras y con su trabajo.
No tenía paciencia ni dinero para técnica al óleo o acrílica. Dibujaba y
coloreaba con lápices de cera sobre cualquier soporte, sobre todo cartón.
Pintaba en pequeño formato con la misma soltura que resolvía un cuadro grande.
Su constante fueron sus iconos: las mujeres, los cigarrillos, el humo denso,
las copas, los gatos y el paisaje de la Sevilla pre-EXPO92. Al igual que los
expresionistas representó un ambiente y unos personajes que transmitían angustia
existencial, y trataba de emocionarnos distorsionando y exagerando sus gestos.
Como propio aportaba un profundo calado flamenco en sus temas (“de música sólo me gusta Camarón”); como
artista residente en Sevilla la ironía irreverente ante una tierra de extrema
tradición fervorosa. Nos ofreció una infinidad de rasgos que lo hicieron
particular como persona y original como pintor. Sus figuras no gritaban como
las de Eduard Munch, respondiendo a su propia cultura cantaban por soleá o
seguiriya que es mucho más difícil de expresar, de ahí la amonestación de su
profesor.
A principios de los el 90 me obsequiaron con mi primer cuadro, por supuesto comprado a Lanceta. Por catálogo me encantaba uno de una mujer con un gato y un pecho fuera, pero lo había vendido. Me regalaron otro, para ser visto desde abajo, que representaba a un hombre ante un velador y su camarero, La última copa, que elocuente.
Licy Ramírez.
Este texto junto al otro de Antonio Jiménez que ya publicamos el año pasado, estuvieron en una exposición con parte de su obra que con cariño se montó en La Ola de Camilo de su Isla de Camarón.
Siempre en nuestro recuerdo.